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jueves, 9 de abril de 2009

EL PAPEL DEL LECTOR EN LA CONSTRUCCION DEL TEXTO




En la relación escritor-texto-lector existen tres figuras posibles que no necesariamente se dan por separado; de hecho lector y texto se construyen mutuamente, en un ida y vuelta, pero para el caso que nos ocupa vale la división:
El lector construye al texto
El texto construye al lector
El escritor construye al lector

A. El lector construye al texto
Si estamos de acuerdo en que el lector lee desde un posicionamiento determinado por el medio y sus circunstancias, hay que reconocer que el autor también escribe determinado por su propio medio y sus propias circunstancias. La situación de la producción del texto determina al autor, y la situación de la recepción del texto determina al lector (Spillner, 110). El texto será reelaborado desde esa situación de recepción en que se encuentre el lector en el momento de la lectura.
Hay tres buenos ejemplos que señalan las particularidades del lector: Berti, como lector de Hawthorne, hace una reelaboración y escribe la novela La mujer de Wakefield, que coquetea con el cuento y algunas ideas de Hawthorne y es, además, un texto nuevo, que Hawthorne no imaginó y que completa al cuento original al funcionar como un reflejo especular: Hawthorne narra desde el punto de vista de Wakefield, y Berti desde el punto de vista de la mujer de Wakefield.
El segundo ejemplo es el de Shields, en El misterio de Mary Swann: en un simposio sobre literatura han desaparecido los ejemplares del libro sobre el cual versa, justamente, el simposio, y los asistentes deben apelar a su buena o mala memoria para recordar los poemas. Como sólo recuerdan palabras o versos incompletos, el resultado final se asemeja a un Frankenstein literario que en nada recuerda al libro robado. Y como Shields en ningún momento presenta alguno de los poemas tal cual fuera escrito por Mary Swann, el lector permanece perdido en la “oscura selva” de la verborragia académica, sin asidero que le permita, siquiera, saber qué escribió la difunta Swann. Toda ironía sobre los congresos de literatura no es casualidad, en especial porque Shields sabe de qué escribe: es catedrática de literatura en la Universidad de Manitoba, en Canadá.
El tercer ejemplo es el de Saramago en Historia del cerco de Lisboa, en donde el corrector de pruebas de una editorial, al revisar el texto de un libro, decide cambiarlo, provocando una nueva “Historia” de Portugal. Es decir, el personaje, desde su lectura, genera (casi) una ucronía.
En los tres casos la figura del lector es más importante que la del escritor, porque es el lector, en definitiva, quien va a darle sentido o no a un texto, quien colabora en su construcción (Berti), su fragmentación (Shields), o en su modificación (Saramago). Bien mirado, no obstante, los tres son casos de construcción: en todos el escritor sólo elaboró una versión de las múltiples posibilidades que tenía, abrió el juego, pero es el lector quien elige leer y, al hacerlo, selecciona una posibilidad. Y es ese lector quien puede multiplicar un mismo texto en infinitas posibilidades: con cada nueva lectura el texto se expande y “dice” cosas diferentes. Roa Bastos sostiene, así, que «un lector nato siempre lee dos libros a la vez: el escrito, que tiene en sus manos, y que es mentiroso, y el que él escribe interiormente con su propia verdad» (p. 159).

B. El texto construye al lector
Piglia postula otra característica del lector, que supone también un acto participativo, aunque de orden diferente: «El lector ideal es aquél producido por la propia obra. Una escritura también produce lectores, y es así como evoluciona la literatura. Los grandes textos son los que hacen cambiar el modo de leer» (Roca, 77). Es decir que no sólo es el lector quien le da sentido a una obra con el acto voluntario de la lectura, sino que hay ciertas obras que moldean al lector para que las entienda. Se establece así un ida y vuelta, que bien puede generar una retroalimentación ascendente.
Se puede bosquejar este camino en cinco pasos en donde, como la serpiente Ouroboros, el final se entronca con el principio: 1º) yo leo y por lo tanto escribo; 2º) escribo y por lo tanto construyo al lector; 3º) construyo al lector y por lo tanto mi obra adquiere sentido; 4º) mi obra adquiere sentido y por lo tanto yo lo adquiero, y en consecuencia escribo; 5º) yo escribo y por lo tanto leo.
No todo libro tiene lectores cuando se publica, así como no es lo mismo leer un libro en el momento de su publicación que leerlo décadas más tarde. Hay libros que sólo se comprenden tiempo después de haber sido publicados, como ocurrió con el Ulises de Joyce y En busca del tiempo perdido, de Proust. Lo mismo puede decirse de las novelas de Kafka, que se conocieron gracias a Brod, cuando el autor ya había fallecido. Y esto cabe no sólo cuando se trata de una misma obra leída por diferentes lectores, sino por una misma obra cuando es leída por el mismo lector pero en diferente época (Wellek y Warren, 173): nadie se baña dos veces en el mismo río, y nadie lee dos veces el mismo libro. El lector cambia, y cambiará, por ende, su apreciación del texto. «De este modo, cierta forma de ver o de interpretar, asumida en una época o propia de un conjunto de sujetos por razones de cultura, de clase o de generación, da lugar a tipos de lectura, en el sentido de sistema de leer o de lo que se busca en un texto, vinculados también a la eficacia en la producción de conocimiento» (Jitrik, 45).


Estos libros han exigido cierto tipo de lectura, es decir, cierto tipo de lector, que no existía en la época en que fueron escritos. Es posible que tanto Joyce como Proust o Kafka imaginaran un lector que aún estaba por formarse, y contribuyeron a esa formación desde el texto. La retroalimentación fue clara: estas obras enriquecieron a la literatura por plantear algo nuevo, y para que eso nuevo pudiera comprenderse formaron lectores, que a su vez enriquecieron a la sociedad y, por ende, a los futuros escritores. Los futuros escritores tenemos entonces la posibilidad de crear obras nuevas para enriquecer a la literatura. Se ha dado un paso adelante, una vuelta en la espiral ascendente. Esta evolución supone, entre otras cosas, la pérdida de la inocencia por parte del lector. El lector se vuelve “avisado”, participa de guiños, se vuelve más cómplice del autor. En otras palabras, aprende a jugar.
Es paradigmático el caso de El nombre de la rosa, de Eco, en donde se invita al lector a participar de un juego de guiños y alusiones veladas que remiten a otros textos y autores. La fuerza del texto es provocativa y quien lee se ve arrastrado a detectar los referentes en las múltiples lecturas que permite la novela. Así, no se puede obviar en la trama las alusiones a los cuentos «La biblioteca de Babel» y «La muerte y la brújula», de Borges, como tampoco se pueden obviar los policiales ingleses con Doyle y su Sherlock Holmes.
Este ejemplo de Eco también sirve, como puede apreciarse, para el tópico anterior, en que el lector construye al texto, porque en ese ahondar en las claves de la novela el lector está permitiendo que el texto exprese toda su riqueza y posibilidades.
C. El escritor construye al lector
Ahora bien, yo escribo, y por lo tanto tengo en mente un lector, ya que la escritura posee una connotación social, es un hecho que comunica. Pero como bien hace notar Calvino, no se escribe para un lector determinado, sino que se «escribe para los unos y para los otros. Todo libro (...) es leído por sus destinatarios y por sus enemigos» (Calvino, b, 184). El lector que se tiene en mente cuando se escribe es entonces un lector ideal, abstracto, suerte de alter ego del mismo autor, que proyecta sobre ese “lector ideal” sus mismas apetencias literarias y sus mismos conocimientos. Aunque Calvino se encargue de precisar que se debe presuponer un público más culto, más culto incluso que el escritor. Que dicho público exista o no carece de importancia. El escritor le habla a un lector que sabe más que él mismo, fingiendo saber más de lo que sabe para hablarle a alguien que sabe todavía más. La literatura tiene que jugar a la alza, apostar al encarecimiento, doblar la apuesta (Calvino, b, 184).

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